Por Raúl Trejo Delarbre • @ciberfan
Enrique Peña Nieto recupera el escenario público. Las impugnaciones a la elección de julio fueron esencialmente propagandísticas: alborotaron a los ya descontentos, pero no tenían miga suficiente para que los magistrados modificaran el resultado que todos conocíamos.
El presidente electo vuelve a estar bajo los reflectores, acude a Los Pinos, en donde lo recibe un Felipe Calderón resignado pero sobre todo aliviado. El segundo presidente panista tiene prisa por dejar el cargo. Está cansado, harto, se dice y se muestra incomprendido cuando ha sido él quien nunca fue capaz de entender al país. Pero cómo lo ha maltratado, especialmente con decisiones que favorecen a los intereses corporativos que él, alguna vez, dijo aborrecer.
La transición gubernamental será ordenada, institucional, ceñida por la buena voluntad o aunque sea por la seriedad política de ambas partes. Se cumplen ritos y reglas de la normalidad democrática. Peña Nieto y Calderón se dan la mano. Todo eso está muy bien. Pero en el ambiente público despunta un malestar insoslayable. Como si las fotografías que muestran a esos políticos sonrientes hubieran sido tomadas en una escenografía de papel maché, o en medio de un terreno pantanoso y movedizo. Ese malestar tiene varias causas. Y varias caras.
Los malos perdedores, pero sobre todo sus rehenes, arruinan el entusiasmo democrático. Ya se sabe que Andrés Manuel López Obrador jamás admitirá que la mayoría de los ciudadanos prefirió volver al régimen priista, del cual él abomina con rabia intolerante. La vocación democrática de López Obrador no está a prueba porque sencillamente no existe. Pero en las filas de ese amasijo al que por inercia y a falta de una denominación más sencilla se le sigue llamando izquierda, hay quienes reconocen que es tiempo de darle vuelta a esa percudida página. Pero no lo dicen abiertamente. La sumisión al caudillismo que aún ejerce el candidato perdedor es uno de los signos de la imposibilidad del PRD para llegar a ser un partido comprometido con la democracia.
Otra fuente de malestar después de la turbulencia electoral se encuentra en la necedad de quienes siguen asegurando, sin más asidero que su intransigente convicción, que hubo fraude electoral. Son los locos que hay en cada pueblo, pero enrarecen el ánimo social porque a menudo se comportan con agresividad. Algunos tienen micrófonos y espacios en la prensa y se retroalimentan con un público que no quiere conocer hechos sino paparruchas que convaliden sus creencias. Se niegan a entender que en la elección de julio la mayoría de los mexicanos votó por el desacreditado PRI. O si lo hicieron, replican, fue porque los manipularon. La superioridad moral en la que se parapetan todos los fanáticos es el resguardo de esos persuadidos de la imposición.
Claro que el PRI no está repleto de palomitas blancas. Los viejos resortes de ese partido funcionaron para prometer, regalar, acarrear y quizá intimidar, con tal de obtener o inhibir el voto de los ciudadanos. El PRI no fue el único que acudió a métodos de una prehistoria política de la que por lo visto no terminamos de sacudirnos. Pero las faltas de otros no eximen al ganador de la elección.
Posiblemente la infracción más grave fue recibir y gastar más dinero del que permiten las reglas electorales. No se trata de un delito que hubiera podido conducir a la modificación del resultado electoral porque no está previsto en la legislación que aprobaron los partidos. Pero si en los meses próximos el IFE prueba que hubo manejos financieros ilícitos, la sanción al Revolucionario Institucional tendría que ser ejemplar.
Antes de instalarse en Los Pinos, el presidente electo tropieza en sus pininos. El equipo de transición está integrado en su mayoría por ciudadanos con escasa trayectoria pública y cuyos méritos para haber recibido la confianza del presidente electo son desconocidos. En ese grupo, era inevitable que destacaran algunos personajes que sí han tenido relevancia pública aunque no por buenos motivos.
La presencia de Rosario Robles en ese equipo manifiesta una preocupante impericia de Peña Nieto. Si se le incluyó por haber sido de izquierdas, se trató de una decisión fallida porque hace rato dejó de serlo. Se le ha cuestionado por saltar de una posición política a otra e incluso por su lamentable historia personal. Pero el defecto principal de Robles se encuentra en sus acciones como gobernante. Cuando estuvo a cargo del gobierno del DF permitió e incluso auspició violaciones graves a los derechos humanos.
Ya se sabe que los principios políticos no son el fuerte de la señora Robles. Enrique Peña Nieto también padece de pragmatismo excesivo. Todo indica que, además, el presidente electo comparte la profunda resistencia a la autocrítica y la inconmovible afición por las apariencias que singularizan a su nueva colaboradora. ¶
fuente : http://ht.ly/dAmLW
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